Nutricionistas

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Nutricionista, «terapeuta nutricional», «asesor de terapias nutricionales» y las otras muchas variantes de ese ámbito de actividad no son términos protegidos por un título o por la autoridad que confiere la ciencia basada en evidencia (como pueden serlo «enfermero», «nutriólogo» o «fisioterapeuta»), por lo que cualquier persona puede hacerlos suyos y usarlos. Cualquier persona con un diplomado o taller en nutrición puede declararse «nutricionista». La licenciatura en nutrición basa sus rasgos académicos en la evidencia científica y para ostentar el título, debe haberse cursado una licenciatura.

Nutricionista mediático

Los nutricionistas mediáticos son más charlatanes vende-pastillas y promotores del consumo irracional de vitaminas, antioxidantes y suplementos alimenticios que personas capacitadas y amparadas por estudios universitarios. Son miembros de una actividad recién inventada que necesita hacerse un espacio comercial que justifique su propia existencia. Para ello deben convertir la dieta en materia de misterio y complicarla en exceso, potenciando de ese modo una especie de dependencia entre sus clientes y ellos mismos. Su profesión se erige sobre la base de un conjunto de errores muy simples al interpretar la literatura científica especializada: los nutricionistas extrapolan alocadamente «datos de laboratorio» al terreno de la alimentación humana; generalizan «datos observacionales» para «reivindicar» sus «intervenciones»; escogen «lo que les interesa» e ignoran lo demás, y, por último, citan pruebas supuestamente extraídas de investigaciones científicas publicadas que, al parecer y hasta donde cualquier persona sea capaz de juzgar, no existen.

No se trata de debatir en absoluto los consejos alimenticios sencillos, sensatos y saludables. Una dieta que sea sana sin más, unida a otros muchos aspectos del actual estilo de vida (los cuales son probablemente más importantes aún), es trascendental. Pero los nutricionistas que intervienen en los medios de comunicación hablan más allá de las pruebas disponibles. En muchos casos, se trata de vender pastillas; a veces, lo que se pretende es vender modas dietéticas, o promocionar nuevos diagnósticos, o fomentar la dependencia del cliente. Pero todo ello está impulsado en todo momento por el deseo de crearse un mercado para sí mismos en el que ellos sean los expertos; y las personas comunes, los engatusados y los ignorantes.

Los cuatro errores clave

¿Existen los datos?

Éste es, quizás, el bulo más simple de todos, y se repite con sorprendente frecuencia en algunos contextos bastante autorizados. Por ejemplo, Michael van Straten en Newsnight, de la BBC, hablando de «hechos» cualquiera pensaría que lo hacía con sinceridad y autoridad cuando afirmó que «Un estudio reciente, publicado la semana pasada en Estados Unidos, demostraba que el consumo de granadas, de zumo de granada, puede protegerle realmente frente al envejecimiento, frente a las arrugas».

El espectador podría extraer la conclusión, naturalmente, de que se ha publicado recientemente un estudio en Estados Unidos en el que se muestra que las granadas pueden protegernos del envejecimiento. Pero si se consulta Medline, la herramienta de búsqueda estándar de artículos y trabajos académicos en medicina, no existe ningún estudio de ese tipo.

Después, el mismo Straten dice «Hay un importante grupo de cirujanos plásticos en Estados Unidos que han realizado un estudio en el que dieron a varias mujeres granadas para comer y zumo para beber, después de la cirugía plástica y antes de dicha cirugía: ¡y se curaron en la mitad de tiempo, con sólo la mitad de complicaciones y sin arrugas visibles!». Estamos de nuevo ante la afirmación de unos hechos muy concretos: un ensayo con granadas y cirugía en sujetos humanos. Pues nada, tampoco de esto aparece referencia alguna en la base de datos de Medline.

¿Observación o intervención?

El que sigue es un ejemplo diferente y aún más interesante de Angela Dowden, una nutrióloga certificada: en su columna del diario Mirror comentó «Un estudio australiano de 2001 descubrió que el aceite de oliva (combinado con frutas, verduras, hortalizas y legumbres) ofrecía una protección apreciable contra la aparición de arrugas en la piel. Consuman más aceite de oliva usándolo en ensaladas o untándolo en el pan en lugar de la mantequilla.»

Se trata de un consejo muy específico, con una justificación muy concreta para la que se cita una referencia muy determinada... y se emplea un tono cargado de supuestas razones de autoridad. Es un ejemplo típico de lo que los nutricionistas mediáticos escriben en los periódicos. El artículo al que Dowden se refiere es Skin wrinkling: can food make a difference?[1]. Dowden interpretó mal el artículo, aunque la investigación de los autores fue excelente. El problema es que el estudio en cuestión fue de observación y no de intervención. Los investigadores no dieron aceite de oliva a una serie de personas durante un periodo de tiempo para medir posteriormente las diferencias observadas en sus arrugas. De hecho, fue todo lo contrario. El estudio juntó a cuatro grupos de personas para obtener una gama de estilos de vida (personas griegas, australianas, anglo-célticas y suecas) y descubrió que individuos con hábitos alimenticios completamente distintos entre sí (y con vidas muy diferentes, cabría suponer) también evidenciaban cantidades diferenciadas de arrugas.

De la mesa del laboratorio a las revistas de moda

A los nutricionistas les encanta citar ejemplos de ciencia básica de laboratorio porque les hace parecer partícipes del complejo mundo de los trabajos académicos, impenetrable y sumamente técnico. Pero hay que ser muy cautelosos a la hora de extrapolar lo que les sucede a unas pocas células en una placa de Petri —en una mesa de laboratorio— al complejo sistema de un ser humano vivo, donde las cosas pueden funcionar de manera diametralmente opuesta a como el trabajo de laboratorio sugería en un principio. Cualquier cosa puede matar células en un tubo de ensayo. Un poco de Fairy mata células en un tubo de ensayo, pero a nadie se le ocurriría tomárselo para curar el cáncer. Éste no es más que otro ejemplo de hasta qué punto el nutricionismo —pese a su retórica de «medicina alternativa» y «holística»— está abonado en realidad a una tradición burda, anticuada y, sobre todo, reduccionista.

Selección ventajosa

Se calcula que, hasta el momento, se han publicado unos quince millones de artículos médicos en todo el mundo. Cada mes, se publican cinco mil revistas especializadas. Muchos de esos artículos contienen conclusiones y afirmaciones contradictorias: seleccionar lo que es relevante (y descartar lo que no lo es) es una tarea de descomunales proporciones. Se hace inevitable que tomemos atajos. Así, confiamos en artículos que resumen otros artículos publicados, o en metaanálisis, o en manuales, o en testimonios de oídas, o en reseñas periodísticas informales sobre un tema determinado.

¿Qué pasa cuando lo único que se buscan son razones para justificarse? Hay pocas opiniones que sean tan absurdas como para que no haya, al menos, una persona con un doctorado en alguna parte del mundo que las suscriba y las respalde a beneficio de quien sea. Del mismo modo, hay pocas proposiciones en medicina que sean tan ridículas como para que no se pueda invocar en apoyo de las mismas alguna prueba experimental publicada en alguna parte (siempre, claro está, que no nos importe que la relación sea endeble y que los ejemplos tomados de la bibliografía especializada hayan sido seleccionados de forma interesada, citando únicamente los estudios que estaban a favor de la posición defendida).

Uno de los grandes estudios sobre la selección ventajosa de ejemplos de la bibliografía académica especializada figura en un artículo dedicado a Linus Pauling, el bisabuelo del nutricionismo moderno, y a su influyente trabajo sobre la relación entre la vitamina C y el resfriado común. En 1993, Paul Knipschild, profesor de epidemiología de la Universidad de Maastricht, publicó uno de los capítulos de un imponente manual titulado Systematic Reviews. Se había tomado la molestia de abordar la bibliografía especializada existente en tiempos de Pauling (cuando éste estaba en activo) y de someterla al mismo análisis riguroso y sistemático que encontraríamos en la reseña de un artículo académico de nuestros días.

Lo que descubrió fue que, aunque algunos ensayos sí sugerían que la vitamina C tenía algunos beneficios, Pauling había citado selectivamente ejemplos de la bibliografía sobre el tema para corroborar su argumento. Cuando había hecho alguna referencia a ensayos que ponían seriamente en duda su teoría, había sido para desestimarlos por supuestos defectos metodológicos. Pero como un examen frío de su forma de trabajar demostró, también los artículos y trabajos que había citado en apoyo de su hipótesis eran defectuosos desde el punto de vista de la metodología.

Referencias y ligas externas

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  1. M. B. Purba y otros, Skin wrinkling: can food make a difference?, Journal of the American College of Nutrition, 20, 1, febrero de 2001, págs. 71-80 (inglés)


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